miércoles, 18 de marzo de 2009

EL MONAGUILLO VENANCIO EN EL INTERNADO DE SEÑORITAS.

El antisemitismo, el papanatismo y la estupidez nos invaden. Harta me tienen. Y como dice mi amigo, el goy, hacer hasbará entre nosotros mismos es poco práctico, algo así como tomarle el pulso a los muertos. Me voy a dar un respiro y me apetece contar una historia de internado de niñas, mi internado. Dio para mucho ese colegio que se vanagloriaba de educar a “damas de calidad”. Hoy volví a esa ciudad y vi pasar al que fue monaguillo, era él, cómo olvidarlo.



Bien, colegio de monjas, España años 60. En Galicia los internados para niñas eran religiosos. España era oficialmente católica, lo diferente había que ocultarlo y mi familia estaba bien entrenada en ello. Qué hacía yo allí? Disimular, principalmente. Mi abuelo me instruyó muy seriamente: “De lo que te digan esas mujeres, ni caso, oyes?, pero disimula”. Ya no disimulo, soy judía.


El monaguillo Venancio era el único varón joven entre 600 niñas en un rango de 4 a 17 años. En los largos inviernos no tenía rival. El siguiente varón en edad era D. Donato, profesor de religión, el de los ejercicios espirituales y de los otros. El siguiente era D. Casimiro, venerable anciano. Venancio tendría unos 14 años. Era un adonis en invierno y absolutamente horroroso en verano cuando podíamos compararlo con cualquier niño en cualquier playa de las Rías Baixas y Venancio siempre salía perdiendo. Pero el invierno en el internado era recluído, largo, frío, sabañonero. La adolescencia no entiende de estaciones y el cuerpo entra en una ebullición desconocida. Venancio no tenía rival, literalmente.


En 5º de Bachiller, con 14 o 15 añitos, comenzó a notarse así, globalmente, una especie de fervor místico en toda la clase, fervor copiado de las mayores de 6º, porque las de Preu ya estaban en éxtasis y a nuestra edad no nos sentíamos capaces de tanto. Florita, procedente de una aldea cerca de Arzúa, comenzó a confesarse todos los días. Beatriz, procedente de la nobleza galaica, dos veces al día. Yo estaba exenta por un extraño acuerdo al que llegó mi abuelo con las monjas y además yo tenía el misticismo colocado en otro sitio.


La clase de literatura era suspirosa, aaaah!, el Cantar del Mío Cid, aaah! En Santa “Jadea” de Burgos humm!. Porqué tienes, niña, los ojos verdes como el mar te quejas, ooh!, decía Beatriz.


En la clase de música, frente al piano haciendo escalas, Sor Antonia repartía coscorrones a diestro y siniestro porque súbitamente habíamos perdido oído, “Están en la higuera, señoritas!”. Qué era todo aquello, qué pasmo nos había dado, qué era aquél no dormir, aquel desasosiego que nos hacía llorar sin motivo, aquella melancolía insondable.


Beatriz se agenció un cilicio que se ponía en el costado al levantarse y se lo quitaba después de la misa. Durante esas horas su rostro adquiría la expresión de máximo martirio.


Florita, como era de más baja cuna, se apretaba una cuerda en su cintura que sólo ella sabía donde estaba, tal y como había visto que hacía una de las pastorcillas en la película La Virgen de Fátima; pero el sufrimiento no la favorecía y su cara colorada de natural se ponía casi violeta. También se quitaba la cuerda después de la misa.


El dormitorio era un hervidero de artilugios para masoquistas que tenían la ventaja de no tener que ocultarlos porque estaban bien vistos por las monjas y permanecían sobre las camas sin recato alguno; no así las férulas de belleza, igualmente dolorosas (dormir con pinzas en la nariz para tenerla respingona, esparadrapo en las orejas para evitar el soplillo…), que se ocultaban bajo el colchón.


Las comuniones diarias se incrementaron considerablemente y se formaron dos filas para recibirla: una fila para las de 5º y 6º y Preu, y otra para las de2º, 3º y 4º. Las más pequeñas aún no estaban aquejadas del mal fervoroso e iban al final. Las dos filas no eran bien avenidas, había forcejeos, insultos en bajo continuo, amenazas a veces cumplidas… hasta que tocaba arrodillarse y Venancio les ponía la bandejita de plata bajo la barbilla y todas cerraban los ojos, abrían la boca, sacaban ligeramente la lengua y recibían con un fervor nuevo la “sagrada forma”. La cercanía de Venancio hacía apreciar su olor, tan diferente al nuestro. Era el éxtasis.


Como yo tenía la mística en otro lado y no me gustaba sufrir, estaba en una buena situación para observar desde la barrera. Les advertí a mis amigas que Venancio no las miraba cuando ellas, arrodilladas, cerraban los ojos y abrían la boca; que Venancio miraba al techo con cara de cansado y se sorbía los mocos. Me retiraron el saludo, me dijeron que lo que tenía era pura envidia de que no se fijara en mí. Pero yo sí que me fijaba en él. Era ojijunto, con pelusilla negra encima del labio, con las piernas torcidas como los vaqueros del oeste, llegaba sudoroso y se metía en la sacristía a ponerse su saya roja y su jubón inmaculado. De él sólo sabíamos que se llamaba Venancio, nada más. Y como los rumores se fundamentan en la falta de datos, pues resultó ser heredero de fortuna con padre militar de la guardia mora de Franco, por lo que sabía montar a caballo. También era estudiante en La Salle, aunque sólo hasta que ingresara de marino en Marín. “Si es así de rico, porqué roba el cepillo de la iglesia?” pregunté yo. “Para dárselo personalmente a los pobres” respondió Beatriz, haciendo cierto el dicho de que el amor todo lo disculpa.


Realmente esa temporadita se vivía sólo para ver a Venancio en misa de 8 a 9 de la mañana y en el rezo del Rosario, de 7 a 8 de la tarde, quién daba más. El resto del día era un suspirar colectivo. Me tocó la barbilla con la bandeja a propósito, mi miró mientras hacía la fila y eso que estaba de las últimas, suspiró cuando me arrodillé. Curiosamente no había celos entre las enamoradas que estaban enamoradas del amor y lloraban por ternura de si mismas. Venancio no era más que una imagen incluso cuando estaba presente.


Cómo era un hombre? Físicamente hablando, se entiende. Había una rara amnesia y falta de relacionar las cosas. Las que tenían hermanos pequeños no lo sabían porque sus hermanos no se consideraban “hombres”. Florita, que tenía trato directo con animales mamíferos, tampoco tenía ni idea porque el cerdo, la vaca y el carnero no eran humanos y no se podía comparar. Pero ahí estaba Rosaura Castañón, de 5º de Bachiller, con 14 añitos muy bien cumplidos. Ella era externa y tenía un padre o un tío, no sé, que era muy viajado y traía revistas prohibidas en una maleta de doble fondo, fondo que ella descubrió y devoró. Aún no habían llegado las fotocopiadoras pero Rosaura dibujaba bastante bien y además tenía alma de comerciante. Hizo varias copias a carboncillo, se ideó un doble fondo de su cartera y se forró con su cargamento que primero era a dos reales y luego subió a peseta ante la demanda. No tardó demasiado en llegar al segundo curso a precio de peseta y media. Beatriz, que era la rica oficial, se encargó del gasto en un trato secreto en los desvanes. Cogió el papel anhelado, lo dobló y lo metió entre su piel y su camisa hasta la noche. Ese día nadie de nuestra pandilla atendió mínimamente a las clases ni importó que nos pusieran doble cero en matemáticas por no saber la raíz cuadrada de no sé que. Y llegó la noche y Beatriz, que era muy teatrera comenzó a quitarse el uniforme tan lentamente que casi se lo arrancamos de impaciencia. ECCE HOMO. Entre el barullo de linternas, flexos para ver mejor y empujones, no nos dimos cuenta de la estafa. Esto está todo borroso, no se ve nada, Beatriz. Cómo que no, yo sí que lo veo. Y qué ves, boba?. Pues…. No, nada. Los sudores de Beatriz habían diluido el carboncillo, manchado su camisa que a ver cómo lo explicaba cuando diese su ropa a lavar, y nos quedamos todas totalmente aleladas de desilusión. Luego supimos que la mayor parte de las copias eran así de borrosas. Florita quiso reclamar pero Rosaura no estaba por la labor, que no hubiera sudado, dijo.


Aquel fracaso nos dejó muy maltrechas pero éramos jóvenes y muy pronto estuvimos para otra. Había rumores de que las de 6º enfermaban por turnos después de la cena y luego volvían tan campantes al dormitorio. Pedían permiso a Sor Angustias para retirarse pronto alegando que estaban indispuestas y así se iban unas cinco o seis, nunca más. La llamada de la especie. Así podría definirse aquella ansia contenida. A Venancio se le avecinaban días de gloria, pero más dura fue la caída.


Aquello era un cuchicheo general, que iban a ver a Venancio, que la de cosas que pasarían, que qué lerchas, que qué ganas de ser lerchas. Un año tardó en llegar nuestro turno, un año entero de negociaciones con las mayores, que no, que aún sois muy pequeñas, qué va, si para el curso ya nos quitamos los calcetines. Entrar en 6º era la ilusión de nuestra vida y todo llega. En octubre, nada más estrenar curso se volvió a negociar. Ya usábamos medias y eso nos igualaba en rango. La encargada del trapicheo y de apuntarte para el día ansiado era Rosaura Castañón, como no, previo pago de 2 pesetas por turno normal o de 4 si querías ir en otra lista que iba más rápida. Fue la primera lista de espera que conocí. La impaciencia se paga y todas pagamos. Se hicieron préstamos a interés compuesto, hubo trueques de yo te pago a ti pero tú me pasas el examen, de acuerdo de acuerdo. Cuando se está impaciente todo parece posible.


Qué esperábamos de todo aquello? Pues así en concreto no sabríamos decirlo. Era algo abstracto, de contenido desconocido. Pero tenía que ser maravilloso. Como pruebas teníamos los relatos de las mayores con frases entrecortadas a base de oohh y aaahh. Tenía que ser el éxtasis, mucho más que la bandejita bajo la barbilla. Cuando les tocó el turno a las vecinas de cama esperamos ansiosas su regreso y también fue un oooh y aaah. Pero, vamos a ver, qué es exactamente, quise saber yo que me había jugado los cuartos. Pues mira, me dijo Piluca, Venancio está desnudo y… oooooh, dijimos todas. Para qué saber más, aquelo era moito.


Rosaura Castañón nos anunció nuestro turno por señas desde el patio mientras estábamos en clase de dibujo. Hubo en emborrone general, un tembleque en el dibujo lineal, los compases ya no hacían círculos y los cartabones se habían vuelto cuadrados. Aún faltaban cuatro largas horas. Aún teníamos francés y latín por delante. Cómo atender a clase en esa situación. A Florita la castigaron por confundir el Avoir con el Éter y era el caos, pero se le levantó el castigo por ser vísperas de la patrona del colegio.


Durante el estudio, después de cenar, nos indispusimos cinco: Florita, Beatriz, Pilarín, Maribel y yo. Sor Angustias estaba ya muy vieja y sólo le importaba que la dejaran dormir en la butaca de la tarima. Nos esperaba Rosaura que sería nuestra guía por el proceloso mundo de los sentidos. Ïbamos con la respiración contenida, cogidas de la mano, con juramento de silencio y que nos muriéramos allí mismo si algún día nos traicionábamos. Llegamos al pasadizo que hay detrás de la sacristía, era una pared con celosías de madera de tal manera que podías ver sin ser visto. A un carraspeo de Rosaura apareció Venancio al otro lado de la celosía, él no podía vernos a nosotras pero nosotras a él sí. Estaba el pobre desnudito, sentado en un taburete con la cara aburrida de siempre, mirando para el techo y sorbiéndose los mocos. Miramos y remiramos y no le encontramos nada digno de mención. Debía de tener mucho frío así en bolas porque tiritaba. Al cabo de dos minutos se levantó y desapareció detrás del armario de las casullas. Yo no ví nada raro, que pase otra vez, dijo Florita. Pero Rosaura era una experta comerciante. Por otro pase Venancio me cobra la mitad y yo tendré que cobraros a vosotras el doble. Nos fuimos tal como vinimos, en silencio, conteniendo la respiración, cogidas de la mano camino del dormitorio. Pero al llegar allí dijimos lo que todas, ooooh, aaaah.


Inexplicablemente el show de Venancio duró casi dos años, con pases los lunes, miércoles y viernes, entre las 8 y las 9 de la noche. En esos dos años no hubo delaciones. Pero un día se escuchó un revuelo ensordecedor, una batalla campal entre Rosaura Castañón y otro armario de tres cuerpos que era Cristina Reboiras. Se cruzaron acusaciones de muy mal cariz, un soborno parecía. El silencio de Cristina valía más de lo que le daba Rosaura para callarla. Cristina era una beata que estaba en la procesión y tocaba la campana al mismo tiempo. Ya no podía sacarle más a Rosaura y se chivó a Sor Matilde, conocida como Sor Drácula por su palidez cadavérica y sus labios violetas. El resultado fue una especie de Consejo de Guerra. Se expulsó a Rosaura que se fue tan contenta. Se entronizó a Cristina Reboiras, tomen ejemplo, señoritas, de esta compañera. Cristina tomó los hábitos en cuanto acabó el bachiller. Nosotras pasamos por un periodo de catarsis, de sincerarnos las unas con las otras, de contar que lo de Venancio era una paparrucha, que tanta cosa para nada, si es igual que mi hermano, dijo Beatriz. Y efectivamente, al cabo de los años supimos que Venancio en aquel momento de showman tenían un retraso psicosomático considerable, lo que le hacía impúber e imberbe.


De Venancio nunca más se supo. Fue el último monaguillo. A partir de entonces ayudó en la misa Sor Antonia que realizó su papel con dignidad


Alguna vez me crucé en la calle con Venancio, él no me reconoce, pero yo me pongo igual colorada y me entra una risa incontenible.


Shalom.

2 comentarios:

gianna dijo...

yo fui a un colegio de monjas aca, en buenos aires, y haciamos retiros espirituales,con un cura, nunca me voy a olvidar el manoseo de ese cura cuando me confese con el, yo tenia 15 años, pero no se lo podia decir a nadie, menos a mi flia.....tengo mas de 40 y todavia me lo recuerdo....

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho el relato, con la ironía y sagacidad que te caracteriza, pero yo tengo una versión -aunque un poco más reducida- mucho más interesante... porque tiene dedicatoria.

Fdo:
Central lechera de Caldas