viernes, 6 de marzo de 2009

PARASHÁ TETSAVÉ (Y tú ordenarás a los hijos de Israel que te traigan aceite de olivas puro…) ÉXODO XXVII: 20 – XXX: 10


Correspondiente al Shabat 11 Adar 5769 - 7 Marzo 2009

Por L. Conde



EL ACEITE MÁS PURO



“Haya luz” (Génesis I:3). Pero la luz no es para Ti. Es para nosotros. Cómo va a ser para Ti si Tú la creaste. Somos nosotros los que la necesitamos. Por eso, con el aceite de oliva más puro, el que no se mezcla, el que siempre flota en la superficie, el que aunque quede una sola gota y se empuje hacia abajo vuelve a emerger una y otra vez, con ese aceite escaso pero denso como el pueblo de Israel encendemos nuestras luces, para no olvidarnos, para reconocernos, para marcar el ritmo de la vida.


En Shabat encendemos esas velas tranquilas que se consumen plácidamente al compás de la lectura de la Torá, La quietud invade la casa. La vela de Havdalá marca otro tiempo, sus tres mechas nos anuncian que hay que regresar al bullicio de la calle, que el sereno retiro ha terminado.


Precisamos de la luz para ordenar el caos.



LOS ROPAJES


Nos levantamos cada mañana y nos vestimos según el papel asignado para el día, como actores en este escenario de la vida. Para el trabajo, para una fiesta, para un funeral, para hacer deporte, para seducir, para impresionar…. Hay un código no escrito sobre cómo vestir adecuadamente en cada ocasión. Pero me temo que una sesión de terraza de verano nos hace pensar qué hace a venerables catedráticos disfrazarse de abominables turistas sólo porque están a 1000 km del lugar donde tienen que guardar la compostura, jamás se atreverían a pasear por su barrio con esas camisetas con leyendas estremecedoras, saben que no les tomarían en serio o serían considerados “peculiares”

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Esto hace reflexionar sobre la moral y las fronteras. Los comportamientos que se tienen fuera del círculo social habitual. Algo así como once meses de respetables ciudadanos y un mes en una isla lejana con patente de corso para transgredir todos los códigos morales. Sucede así cuando la ética es asumida como algo impuesto a lo que no nos sentimos comprometidos, ajeno a nosotros.


Pero a todos nos gusta disfrazarnos en el más amplio sentido. A unos en Purím, con la impunidad que dan las máscaras. A otros el resto del tiempo, de una manera sutil. Creo que la manera de vestir de cada uno obedece a una cuidadosa elección de estilo, de ver la vida, de relacionarse con el entorno, de proclamar u ocultar su ideología, su estrato social, su nivel cultural. La mayoría de los estilos evolucionan. Otros, lamentablemente, no. Ahí tenemos hippies de 60 años.


Puede que no sea políticamente correcto el decir que a uno le tratan según su apariencia. Pero es así. Nadie iría a una entrevista de trabajo para un bufete de abogados desaliñado, mal conjuntado o vestido estrafalariamente. Ni a un funeral con un vestido escotado, estampado de flores y con volantes. De tal manera que pueden identificarse tribus urbanas simplemente por la apariencia. Desde las indumentarias de marcas exclusivas, hasta los trajes de mercadillo, pasando por ciertos desaliños cuidadosamente estudiados para dar aire de intelectualidad, o por el contrario el francamente cochambroso para indicar que es anti-sistema. La indumentaria indica el status o la ideología que queremos transmitir, al menos a primera vista. No obedeceríamos a un agente de tráfico si no llevara los signos de su rango. Todos tenemos decepciones sobre alguien vestido con elegancia y todo se viene abajo en cuanto abre la boca y percibimos su nula cultura o escasa inteligencia. Pero el primer golpe de vista cumple con su efecto de atraer la atención inicial.


El rey francés Luis XVI huyó disfrazado de campesino. Alguien le reconoció y fue conducido a la guillotina. Hay quién dice que su destino habría sido otro si hubiera mantenido su impresionante vestimenta real. Es posible. Somos proclives a respetar al que hace gala de su rango con dignidad. La puesta en escena da o quita mucha grandeza a las historias. El llanto más dramático se transforma en ridículo cuando aparecen los mocos y se corre la máscara de las pestañas.


Los judíos normalmente pasamos inadvertidos por nuestra apariencia. Pero de alguna manera nos reconocemos entre nosotros. Hay algo que percibimos de manera sutil en el otro antes de saber que “también” es judío. Una vez me dijo alguien muy querido que era la forma de mirar, “miráis desde lejos, como si vinierais del pasado, esa sensación que tienen los arqueólogos cuando descubren un objeto milenario y es el objeto el que mira al arqueólogo: 4000 años le contemplan”.


En esta Parashá se describe además cómo debe ser la vestimenta de los sacerdotes del Templo: Túnica, calzones, mitra y cinto. El Sumo Sacerdote (Cohen Gadol) añadía: Manto, efod, pectoral y lámina de oro. En Yomá 72 se dice que las vestimentas de los Cohanim hacían perdonar los pecados del pueblo:


Pectoral: Injusticia

Capa: Idolatría

Manto: Maledicencia (del borde del manto colgaban 72 campanillas)

Túnica: Crímenes de sangre

Tiara: Orgullo

Cinto: Malos pensamientos

Lámina: Impertinencia

Calzones: Pecados sexuales



LA DESNUDEZ



Nos disfrazamos para sobrevivir. Nos desnudamos para vivirnos. El baño purificador, el mikvé. Desnudos como nacimos y como nos devolverán a la tierra. Y mientras, sólo somos piedra de construcción, construímos allá donde estemos. Al fin y al cabo tenemos experiencia. Para la construcción del Tabernáculo en aquel tiempo ya tendrían que contar con mano de obra altamente cualificada, con nociones de metalurgia, tejeduría y tintura de tejidos, preparación de pieles, escultura, talla de piedras preciosas…Como decía en la anterior Parashá, tenemos el alma diseñada por el mejor arquitecto y con la más alta tecnología.


Shalom.

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