jueves, 27 de noviembre de 2008

Parashá TOLEDOT (Y éstas son las Generaciones de Isaac, hijo de Abraham..) Bereshit XXV:19 - XXVIII: 9

29 Jeshvan 5769

Por L. Conde


A qué hijo quieres más?


Alguien preguntó a una madre a cual de sus tres hijos quería más. Ella respondió:


Al más pequeño, hasta que crezca.

Al que está enfermo, hasta que sane.

Al que está de viaje, hasta que vuelva.


A los tres amaba, pero mostraba más preocupación por el que así lo requería en cada momento.


¿Fue lo que sucedió entre Isaac y Esaú? Jacob no ofrecía dificultad alguna, era de buena madera, noble, dedicado al estudio, no tendría problemas en afrontar su vida. Esaú era de otra índole, el hijo engañador, conflictivo, innoble; acaso pensaba Isaac que necesitaba más atención, más cuidados, tal vez así pudiera enderezarlo. Y Esaú, por su parte, sabiéndose indigno y sin fortaleza suficiente para mudar su naturaleza, procuraba mostrarse no cómo era en realidad, sino cómo desearía ser. Anhelaba el espíritu de su hermano y le odiaba y se detestaba a sí mismo por no tenerlo. A su vez, Jacob sentía celos de la deferencia del padre hacia Esaú, sabiéndose más merecedor de sus favores. Ambos se equivocaban.


Pero estaba Rebeca. Ella supo desde el principio que su vientre cobijó a los dos extremos de la naturaleza humana. Pero nada es tan simple. Ella entendía de matices. Lo que no consigue Jacob en su primera lucha por nacer el primero agarrando a Esaú por el talón, lo conseguirá más tarde con la ayuda de su madre que desea cumplir la profecía “…. Y el mayor servirá al menor.”


El punto de inflexión entre los dos hermanos lo marca esa escena que hace parecer ruínes a ambos: El uno, porque desprecia el valor de su primogenitura y la utiliza como moneda de cambio en una miserable transacción sin retorno. Hasta ese punto ansiaba la naturaleza de su hermano, por encima del honor que conllevaba el ser primogénito. Y el otro, Jacob, ¿acaso no podía entender la infelicidad de su hermano, la que deriva de saberse de pocos quilates, el rencor que acumula el tener una naturaleza que no se desea y de la que no puede sustraerse? Ambos hermanos adolecían de la enfermedad de envidiar lo que tiene el otro y cada cual lo afrontó según su talante. Un insidioso proceso de encanallamiento mutuo. Al fin y al cabo, Jacob, le ganó a su hermano por la mano utilizando su misma estrategia de aparentar ser otro. Y ambos se equivocaban de nuevo. La envidia hace perder la perspectiva. ¿Acaso Isaac tenía una sola bendición? Se vio que no y que ambas eran ajustadas a la naturaleza de cada hijo. Por eso llamó por segunda vez a Jacob, para bendecirlo de nuevo y que no quedara duda de que él era el heredero espiritual de Abraham. Isaac no estaba tan ciego. Pero no confundamos, eso no quería decir que amaba más a uno que a otro, sino que los amaba de diferente manera y era consciente, al igual que Rebeca, de las capacidades de cada uno.


¿Y Rebeca?. Amaba a Jacob. ¿Más que a Esaú? ¿No hacía lo que Isaac pero a la inversa? Tal vez intentando equilibrar la balanza. Sabedora de las diferentes capacidades de sus hijos, lúcida con respecto a ellos y ayudada por la profecía, vio que el adecuado para continuar el legado de su esposo y del padre de su esposo era Jacob. Isaac y Rebeca, por diferentes y tortuosos caminos, coincidían en lo esencial.


Los hermanos se complementaban. Lo espiritual y lo material. Lo elevado y lo mundano. Ambas cosas necesarias para habitar este mundo. Mezcladas sabiamente, eso sí.l.


Sócrates y los judíos


Pasemos a Avimelej, los pozos…. Parece la historia eternamente repetida del pueblo judío. Una comunidad unida por lazos de índole muy distinta a los que une a otros pueblos. Prospera. Esa prosperidad revierte en la tierra donde son acogidos, pero los que les ofrecieron hospitalidad en un principio se tornan envidiosos de sus logros. Irremediablemente llega el destierro. Pero sin ellos las cosas vuelven a ser miserables como antes. Les piden que regresen. Ellos vuelven. Qué más da un lugar que otro. La tierra prometida son ellos mismos. Avimelej lo sabía.


Una anécdota de Sócrates creo que puede ilustrar bien la manera de enfrentar las vicisitudes de la vida del pueblo judío:


La inteligencia es quizás una de las cualidades más difíciles de ocultar. En el caso de Sócrates ocultarla le resultaba ciertamente imposible. Para las personas de baja catadura moral su reacción ante alguien extraordinariamente inteligente, lejos de ser de admiración y aprendizaje, es de envidia y rencor. Como si el dotado con ese don fuera culpable y tuviera que pedir perdón por el regalo que le otorgó Hashem. Lo mismo que una mujer que nace bella, en lugar de admirar la armonía con que la dotó la naturaleza, las demás mujeres tratan de criticarla y buscar en ella aspectos que hagan despreciables sus atributos hasta el punto de hacer que llegue a avergonzarse de ellos.


Bien, volvamos a Sócrates, otra víctima de la envidia colectiva. De qué podían acusarlo? Nada encontraron y no podían ser sinceros para decir “es demasiado listo y eso nos hace sentir estúpidos”. Y en vez de aprender y crecer, instruirse y reconciliarse con las propias limitaciones de cada uno, era mejor igualar por abajo, mejor todos estúpidos. Fue condenado por “impiedad”, una artimaña legal como un cajón de sastre que podía incluir cualquier cosa. Fue condenado a muerte por cicuta.


Cuentan que pocos días antes de morir, recibió en la celda la visita de Jantipa, su esposa. El diálogo pudo ser así:


  • Oh, Sócrates, pero vas a morir inocente!
  • Y qué querías, mujer, que muriese culpable?


Shalom.

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