Correspondiente al Shabat HaGadol 10 Nisan 5769 - 4 Abril 2009
Por L. Conde.
Las lamentaciones de Jeremías (Haftará: Jeremías Cap. VII, VIII y IX)
Tablillas babilónicas escritura cuneiforme relatan la destrucción del primer Templo de Jerusalem.
Sigo leyendo el Levítico, sigo haciendo acopio de la disciplina necesaria para conocer minuciosamente todos los rituales del Templo desde antes de que se construyera en Jerusalem hasta su primera destrucción por Nabucodonosor en 586 a.e.c. Todas las cosas que dice, cómo acercarse a Dios, todo el significado que encierra el ritual, seguido con meticulosidad año tras año, siglo tras siglo por los sacerdotes, hasta que un día un pueblo vecino, los babilonios, destruyen Jerusalem, el Templo arde, parece que el mundo se hunde para los judíos. Jeremías presencia esa desolación, puede que esté en pie frente a lo que queda del Templo disuadiendo a los habitantes de Judea de que los sacrificios que traen no salvaran a Jerusalem, sitiada y ya vencida. Y ahora qué hacemos con todos estos capítulos del Levítico? Para qué han de servir si ya no tenemos Templo. Sin Templo qué será de los ritos y de los cohanim? .
El peligro de los ritos es que dejemos que sustituyan a la ética. Hacerlos sin sentir su significado. Cometer errores repetidamente, qué importa, luego vamos a Templo y hacemos un sacrificio y ya está. Hasta la próxima ocasión. Y así, sin aprender que sin ética de nada vale el ritual. Se vacía de contenido. Incluso llega a ser irrespetuoso para con Dios, degradante para con nosotros mismos. Jeremías lo ve y se rebela con ironía, con furia, clama y se lamenta por él y por todos los que no presintieron el fin de Jerusalem. El pueblo judío se vació de significado, cedieron a los sacerdotes su ética, que ellos se encargaran de todo, al pueblo le bastaba con realizar correctamente los ritos, unas cuantas frases bien dichas mientras se piensa en otra cosa, unos movimientos aprendidos para acompañarlas, todo automático, como quien cambia de marchas un coche por la autopista, de manera irreflexiva, sin darle valor, sin querer recordar. Volverá a tener un accidente, seguro, si no toma conciencia de lo que hace estará condenado a repetir el error.
Cada día de nuestra vida está repleto de ritos. La mayor parte de ellos, a fuerza de repetirlos dentro de este mundo lleno de prisa, sin significado consciente. Tanta impaciencia para qué. Para la ternura siempre hay tiempo, dice una canción que sin duda habla de otra sociedad. Para la ternura hace falta tiempo y lo administramos en pequeñas dosis que todas juntas no llegan a la cantidad necesaria para que cumpla con su cometido: hacer la vida placentera a nosotros y a los que nos rodean. Recordar que queremos y que somos queridos.
Pero a veces nos hace falta un Jeremías que nos recuerde que el beso que damos al llegar a casa, esa mejilla que ponemos pasivamente, es el resultado de años de desgaste. Nos sorprenderíamos si el otro girase el rostro, nos mirara a los ojos y nos respondiera con un beso de verdad. Nos daríamos cuenta de que hemos dejado que el ritual de dar la bienvenida al ser querido se vació de significado sin saber cómo hace mucho tiempo y ahora nos sorprende recordar cómo era antes. Sucede que cuando dejamos de pensar, de reflexionar, iniciamos un camino inexorable hacia la insensibilidad y luego nos extrañamos de vernos solos.
Somos proclives a olvidar cuando nos sentimos cómodos, cuando todo va bien. Amor, salud, dinero. Nos lamentamos cuando faltan, pero no lo cuidamos cuando los tenemos. Olvidamos lo prometido. Ofendemos por omisión. Dañamos por comodidad. Después nos disculpamos y seguimos con nuestra indolente vida. Pero un día comienza a fallar la salud, quién nos da una mano para subir las escaleras. Tenemos un revés económico, quién nos ayuda a salir del bache. Llegamos a casa y nadie viene a recibirnos, tal vez el perro que se quedó como testigo mudo de nuestra indolencia.
Jeremías nos dice que volvamos a llenar de significado nuestros gestos, que vacíos de nada valen. Que usemos la imaginación que es una magnífica muestra de inteligencia y nos adaptemos a las circunstancias. Ya no hay Templo pero sigamos con los rituales. El Templo se transformó en Sinagoga. Los sacrificios en plegarias. El Templo está allá donde se reúnan unos cuantos judíos que tengan memoria común: El sacrificio comunitario del Tamid dos veces al día, por la mañana y por la tarde, se convirtió en la base para nuestros servicios de Shajarit y Minjá, mientras que el servicio de Maariv fue asociado a las brasas dejadas en el altar por la noche. La luz eterna de la sinagoga es una réplica de la llama en la menorá del Templo, que nunca se dejaba apagar. Y la sinagoga se designó, conscientemente, como un “santuario pequeño” para los judíos en la Diáspora.
Shalom.
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