Correspondiente al Shabat Mevarekhim 24 Nisan 5769 – 18 abril 2009
Por L. Conde
El GRITO
Aarón es la cara del espanto. Ve a sus dos hijos, Nadav y Avihú, consumirse entre las llamas. Dice este capítulo del Levítico que Aarón guardó silencio. Imposible. Tuvo que salirle el grito más desgarrador como ese cuadro de Eduard Munch, el horror, la desesperación, el no comprender. Si alguien ha perdido a un hijo sabrá que una mano extraña, áspera y enorme, con afiladas uñas, penetra en su cuerpo y le arranca las entrañas y el corazón de cuajo y siendo ese dolor insoportable sabe que es mucho más intolerable la sensación de haber sido vaciado por dentro, quedarse deshabitado como un desierto que antes contuvo toda el agua del océano. Tuvo que gritar Aarón porque era su carne la que allí ardía, la razón de su existencia, su trozo de eternidad. Aarón tuvo que revelarse contra Adonai, el Misericordioso, y donde estaba ahora su misericordia, qué importaba que sus hijos hubieran sido irrespetuosos, acaso Él no podía perdonarles, o enviarles un castigo menor en el que no les fuera la vida. Adonai, Adonai. Repetía Su nombre con rabia y sin embargo sabía que no tenía otro lugar más que Adonai donde refugiar su desconsolado dolor. El mejor puerto de abrigo para su nave de velas negras. Y, entonces sí, vino El Silencio.
Las lágrimas dejan de fluir, los ojos se convierten en dos yacimientos de talco. La voz de apaga, enmudecemos para siempre. Entramos en un estado anestésico, no sentimos el cuerpo ni el alma. Sin embargo seguimos respirando. Parece mentira pero los días se suceden, y las noches. Es necesario pasar ese periodo de luto. Hay que enterrar a los nuestros en la tierra y en el pensamiento, que descansen en paz. Nosotros también necesitamos sosiego. Da vergüenza admitirlo, pero tenemos que seguir. Sin ellos. Con ellos. En silencio. Las lágrimas ahora son de sangre.
Shalom
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