Al día siguiente todo era un ir y venir de la cocina al comedor. Velas, libros, cancioneros, trajes inmaculados. Déborah estaba preciosa con un lazo azul en el pelo. A Yehudit le dieron un vestido blanco que le quedaba algo grande. No le importó. Quería estar al lado de su padre porque era al único que conocía, pero la sentaron con los demás niños.
La mesa estaba adornada primorosamente.Había una silla vacía con una copa de plata. Déborah le explicó como pudo que era para Eliahu, por si venía. Cuando el abuelo de la casa se sentó a la cabecera de la mesa se hizo un silencio reverencial. Y comenzó la ceremonia más hermosa. El anciano abuelo hablaba en hebreo y se dirigía a todos en Yidish. Yehudit tenía un librito en español-argentino para seguir el Séder que le había entregado su padre.
Shiva mi iodea?
Shiva ani iodea
Shiva lemei shabata,
Shisha sidrei mishna….
Trató de memorizar las canciones que todos cantaban como si hubieran nacido con ellas.
LeShaná Habaá BiIrushalaim (el próximo año en Jerusalem)
Recuerda esas palabras porque al decirlas su padre la miró fijamente desde el otro extremo de la mesa y luego, de regreso a casa, se las volvió a repetir en hebreo. Y cumplieron la promesa. Años después.
El siglo siguiente Yehudit acudió a un Pésaj inesperado en el noroeste de España. Eran otros tiempos. El país, las circunstancias, ella, todo era diferente. Y se sentó al lado de Eliahu y con toda su alma deseó que esa noche, cuando ya no quedaba nadie en el mundo que la recordara con 10 años, regresara su padre de la fosa donde quiera que estuviera y ocupara el lugar de Eliahu. Y volviera a mirarla como entonces y le repitiera como aquella fría noche de regreso a casa, LeShaná Habaá BiIrushalaim, Yehudit.
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